martes, 12 de octubre de 2010

Fragmento de un sueño

Sentados al borde del mar, contemplando la línea del horizonte, un joven náufrago y una misteriosa muchacha escuchaban el silencio del paisaje, siendo apenas conscientes de la presencia del otro en aquella pequeña inmensidad. Y entonces, sin saber por qué lo hacía, ella comenzó a hablar, contándole su historia:


Él empezó a navegar como un simple grumete, pero no tardó en tener la mala suerte de caer en manos de piratas, lo cual era muy común en aquella época. Y, al parecer, se le dio muy bien volverse uno de ellos. Ascendió con rapidez hasta ser el más temido corsario, el Contramaestre Negro. Ya por entonces debía haber perdido totalmente su cordura, pues, al parecer, la sola mención de su apodo causaba pavor a cualquier ser humano.
Alcanzó el mando total del navío en el que vivía liderando un motín contra el que había sido hasta entonces su amo y maestro, un viejo borracho que, se decían los piratas, ya había vivido demasiado y merecía más que nadie las torturas de Belcebú. Sin embargo, como es lógico en un mundo tan cruel y cambiante, su nuevo puesto le duró poco, y fue abandonado por sus camaradas en esta isla, sin ninguna posibilidad de supervivencia.
Acerca de mí, no puedo contarte demasiado, pues no tengo recuerdo alguno de cómo llegué a este lugar ni cómo sobreviví hasta su llegada. No tengo siquiera un nombre, más que el que ese bello diablo me regaló: mi señora. Al parecer, me consideraba una mujer hermosa, digna de su amor, y fue lo que me concedió durante los ocho primeros días de su estancia en la isla.
Comprenderás, sin embargo, que no era más que un pobre desequilibrado. Así que al noveno día, hacia el atardecer, todo acabó en un horrible desastre. Y, a pesar de todo, yo no tuve conciencia de ello hasta el último instante.
Casi me atrevo a creer que aquel momento fue el más perfecto de mi vida. En una isla abandonada en medio de ninguna parte, bajo un sol suave pero cálido, rodeada de naturaleza verde, cómodamente apoyada en un árbol, compartiendo un íntimo momento con la persona que, por entonces, consideraba la más importante sobre la faz de la tierra. No era más que un pirata arruinado, abandonado y loco, pero en aquel momento yo no veía más que a un galante príncipe que, por algún motivo que no alcanzaba a comprender, me había hecho su princesa.
Pero, por supuesto, eso fue antes de las cicatrices, antes de demostrar que podía ser el monstruo más temido de toda mi vida, el protagonista de mis pesadillas desde ese instante, por toda la eternidad. Porque aunque me veas como era en ese momento, mi auténtico aspecto es mucho más tétrico y asqueroso, mucho más penoso de lo que puedas ver ahora.
Por supuesto, no sobreviví mucho tiempo a sus torturas. Al principio fue lento, casi delicado, como si casi tuviera miedo de estropear una cerámica con sus trazos. Poco a poco, sin embargo, a medida que fue avanzando en el proceso se volvió cada vez más rudo, y todo se volvió para mí neblinoso, conservando todo lo que veía, cada vez con más intensidad, un color rojo sangre, reflejo de las atrocidades que debía soportar mi cuerpo, cada vez más mutilado y débil.
No sé cuanto tiempo duró, y en el proceso él me fue contando todo lo que hasta entonces yo no había sabido, contestando a mis más temidas y mudas preguntas acerca de él, y dejando para siempre en el aire, con mi lenta muerte, una inabarcable duda acerca de mi extraña existencia. Finalmente, morí.
Todo lo que he sentido desde entonces ha sido vacío y melancolía, y una incomprensible mezcla de amor, rencor, nostalgia, odio... Sentimientos que acompañarán para siempre mi cuerpo etéreo, que ha quedado encerrado como un cruel recuerdo en una isla a la que jamás viene nadie. Hoy, tú, has sido el primero con el que he podido comunicarme desde entonces, pues de mi pirata no he vuelto a tener nuevas desde mi muerte.
A veces, incluso, soy capaz de convencerme de que todo es un sueño, un sinsentido. El problema es que, por más que espere, nunca acaba.

viernes, 5 de marzo de 2010

Los paseantes del amanecer

Era una fría mañana de diciembre, y los débiles rayos de sol se filtraban tímidamente por las blancas calles desiertas de la ciudad. Desde la ventana cerrada, Claudia contemplaba, desvelada, la nieve amontonada a los lados del asfalto, y los árboles, con sus vestidos blancos y sus sombreros de hielo, que esperaban estáticos la primavera desde el parque, al otro lado de la calle. A pesar de la enfermiza luz que se percibía, todavía no era completamente de día, y las sombras jugueteaban con la suave luz del sol.
El primer paseante del amanecer entró en escena. Claudia no lo había visto nunca por allí, o al menos no lo recordaba. Era un hombre enorme, de hombros anchos y aspecto intimidatorio. Andaba encogido, como si quisiera volverse más pequeño de lo que era. Vestía una enorme gabardina gris de cuello subido que, junto con un amplio sombrero, le ensombrecía el rostro. Pasó de largo sin más, dejando tras de sí un rastro de huellas enormes.
Cinco minutos después apareció la segunda paseante. Era una chica pequeñita, de pelo corto y ensortijado que asomaba desordenado de un gorro a rallas verdes y naranjas. No era guapa, pero bajo la ropa podía adivinarse una silueta bonita. Avanzó a saltos, cayendo cada pie en una de las profundas huellas del primer paseante. En mitad de la calle se paró, apoyando todo el peso de su cuerpecillo de aspecto frágil en una sola pierna. En esta extraña pose se puso una mano a modo de visera (muy teatralmente, como quien atisba el horizonte en medio de la mar) y miró a su alrededor. Por último, su mirada ascendió por el edificio hasta la última ventana, la de Claudia. Una sonrisilla pícara fue asomando poco a poco en su carita menuda y redondeada, hizo un gesto de saludo al estilo del ejército y continuó con su juego, saltando sobre las pisadas del hombre de gabardina gris. Claudia siguió su recorrido hasta verlo desaparecer tras una esquina.

sábado, 27 de febrero de 2010

Las historias del reloj

Tic... tac... tic... tac... tic... tac...
Alguien llamaba a la puerta. Oí que iban a abrir, pero no me moví de donde estaba.
Tic... tac... tic... tac... tic... tac...
Mi madre entró en la habitación seguida de alguien más. No los miré, pero sabía que era mi madre por su forma de andar, arrastrando los pies como si estuviera patinando en lugar de caminando. En cuanto al desconocido, tenía una vaga idea de quién podía ser.
Tic... tac... tic... tac... tic... tac...
La aguja avanzaba al mismo ritmo de siempre, dando vueltas y vueltas. Me encantaba esa aguja. Segundero, se llama. Pero no entiendo muy bien su función. Mi madre dice que es para marcar los segundos, pero en realidad le preocupa que yo me fije en ellos. La oigo llorar a veces, sin saber como apartarme de mi querido reloj. Pero, aunque pueda parecer egoísta, no voy a cambiar mi actitud por ella.
Tic... tac... ti...
-Esto... de acuerdo, creo que es mejor que nos deje a solas.
Fruncí el ceño, tremendamente molesto.
¿Cómo se atrevía aquel estúpido a interrumpir a la aguja? La aguja habla. Cuenta historias. Y odio que no me dejen oírlas. Al menos, ya sabía algo. El invitado era, tal y como yo creía, el médico.
Tic, tac, tic, tac, tic, tac...
Por su culpa, la aguja hablaba más rápido, intentando contarme sus historias lo antes posible, evitando así que me perdiera demasiados trozos de la historia. Mi madre salió de la habitación arrastrando los pies, como siempre. Oí como el médico se sentaba, pero lo ignoré. Estaba nervioso, podía sentirlo.
Tic... tac... tic... tac... tic... tac...
La aguja había recuperado su ritmo normal, pero su tono era receloso, como si temiera una nueva interrupción. Y era lógico. La gente tiene la estúpida necesidad de intentar destacar, aunque con ello interrumpan a los demás. Tanto la aguja como yo sabíamos que una nueva interrupción no tardaría en presentarse.
Tic... tac... tic... t...
-Bueno, chico, me gustaría hablar contigo un momento. ¿Podrías prestarme un poco de atención? Será sólo un momento.
Tic, tac, tic, tac, tic, tac...
De nuevo un aumento de ritmo. Y a mis ojos intentaban asomar las lágrimas. Noté cómo mi cara se enrojecía de furia y apreté los puños. ¿Pero qué se creía este hombre?
Tic tac tic tac tic tac...
El hombre pareció darse cuenta por fin de que sus palabras no eran bienvenidas, porque se quedó un buen rato callado.
Tic, tac, tic, tac, tic, tac...
Eso es, no te preocupes, no te alteres. Continúa como siempre...
Tic... tac... tic... tac... tic... tac...
Bien, ahora estaban mejor las cosas. Nos seguía molestando la presencia del intruso, pero era soportable. Duró poco. Pronto noté que se acercaba a mí. Me observaba fijamente. Nunca entendí por qué la gente hace eso. No debería estar permitido mirar tan fijamente a alguien cuando no te está hablando. La aguja pareció enfurecerse una vez más, pero traté de transmitirle que todo iba bien, asi que no llegó a acelerar el ritmo.
Tic... tac... tic... tac... tic... tac...
Continúa, te escucho. Pero entonces...
Tic, tac, tic, tac, tic, tac...
No, el hombre no había hablado. Pero era peor. Me cogió la cabeza entre las manos y me intentó girar la cara hacia él. Gruñí roncamente. Ni recordaba la última vez que había emitido el menor sonido.
Tic tac tic tac tic tac...
Ambos, la aguja y yo, nos estábamos poniendo peligrosamente nerviosos. Al principio intenté resistirme ignorándole, seguí mirando a mi amiga. Pero el cuello no tardó en empezar a dolerme. Y entonces ocurrió.
Tictactictactictac....
Me había levantado y había agarrado al hombre por el cuello, pegándolo contra la pared. Me lleve por delante su silla, pero no me importó lo más mínimo.
Tictactictactictac...
Por un momento creí que la aguja se iba a volver loca. El hombre intentó desasirse, pero yo tenía mucha más fuerza. Aún así, me ayudé con la otra mano, para asegurarme de que no podía escaparse.
Tctctctctctc...
La aguja estaba tan nerviosa que empezó a hablar demasiado deprisa, y las palabras se le atropellaban.
-Para ese reloj. Páralo- la voz del médico era apenas audible, pues le faltaba el aire.
Tictactictactictac...
No, no podía. ¿Cómo iba a mandar callar a mi mejor amiga? No podía hacerle eso, no me lo perdonaría nunca. La cara del médico pasó del rojo al violeta, y luego al azul. Los ojos parecían estar a punto de salírsele de las órbitas.
-Páral...
La voz ya no le salía. Dudé un momento, pero la aguja me incitaba a seguir.
TICTACTICTACTICTAC...
"Mátalo, acaba con él, no es más que un estorbo", me decía. Y era cierto. ¿Cómo podía haber dudado siquiera? Tenía razón. El hombre se convirtió de pronto en un fardo, un peso muerto. Mis manos eran lo único que le impedían desparramarse en el frío suelo de baldosas del salón. Con un suspiro, la aguja pareció recuperar de golpe toda su calma.
Tic... tac... tic... tac... tic... tac...
Solté a aquel estúpido que se había atrevido a interrumpirnos y me senté sonriendo frente al reloj. Continúa, quise transmitirle. Y ella, feliz de tenerme de nuevo a su lado, continuó felizmente contándome sus historias.
Tic... tac... tic... tac... tic... tac...

viernes, 19 de febrero de 2010

La despedida

Resopló. Estaba harta de la situación.

-Esto es ilógico- le espetó. Pero él , en contra de todo pronóstico, rió.
-No creí que volviéramos a dirigirnos la palabra -respondió-. Y, sin embargo, fíjate. Estamos hablando muy bien.
-Esto no tiene la menor lógica -insistió ella.
-¿Lógica? -se extrañó él-. ¿Es eso lo que tanto te molesta? ¿La falta de lógica? Pero, dime, ¿alguna vez ha habido algo lógico en todo esto?
Ella se mordió el labio inferior, consciente de pronto de la razón que él tenía. Todo era extrañamente irreal. Nada tenia sentido. De hecho, casi había olvidado lo que significaba eso.
-Pero... espera. ¿A ti no te molesta? ¿No te da miedo no entender nada? -preguntó, insegura y mareada. Él volvió a reir. Reía a carcajada limpia. Y su risita de duende le hizo perder el equilibrio. Se apoyó en la pared, ansiosa. Le faltaba el aire. Todo giraba, el mundo a su alrededor se movía de un modo incomprensible. Cayó de rodillas, cerró los ojos con fuerza y se agarró la cabeza, incapaz de soportarlo más. Y ya no los abrió.
Él se quedó observándola en silencio, viendo como se deshacía hasta convertirse en cenizas que un viento salido de ninguna parte se llevó. Cuando hasta el más fino resto de polvo ya revoloteaba con el viento, respondió:
-Por supuesto que no me molesta. Lo que me da miedo, precisamente, es la lógica. La incomprensión, después de todo, es lo único que me ayuda a seguir vivo.
Y dicho esto, dio media vuelta y se fue.

lunes, 4 de enero de 2010

El escritor

El hombre no dejaba de escribir notas. Ariadna se puso de puntillas para leer lo que escribía, y descubrió que no era capaz de descifrar la letra.
-¿Cómo te llamas?- le preguntó el hombre.
-Ariadna- contestó ella. Podría haber añadido un educado "¿Y usted?", pero lo cierto es que no le interesaba la respuesta, además de que el hombre no parecía estar esperando que formulara la pregunta.
-Nombre de gata- observó el hombre.
La niña tuvo que morderse la lengua para no contradecirle. ¿Ariadna, nombre de gata? Si se hubiese llamado Ágata, Lía o Luna, aquella observación habría tenido sentido. Pero... ¿Ariadna? Decidió pasarlo por alto.
-¿Qué es lo que escribe?- le preguntó. Pero el hombre no parecía haber dado por finalizado el tema anterior.
-No estás de acuerdo, ¿verdad?- por un momento Ariadna no supo de qué le estaba hablando-. Bueno, lo cierto es que no es un nombre sobre el que se suela decir eso. ¿Habrías preferido que te preguntase por Teseo? Lo cierto es que tengo una gata que se llama Ariadna. Por eso lo decía.
Ariadna guardó silencio un momento. Aún sentía curiosidad por lo que escribía el hombre, pero le pareció inadecuado volver a mencionarlo. Así que le siguió la corriente.
-¿Le gusta la mitología?- le preguntó.
-En realidad, no es un tema que me interese demasiado. Si quieres hablar de eso, mejor vete a ver a Nausícaa. Es ella quien le dio nombre a la gata.
-¿A usted no le gusta mi nombre?- inquirió la niña.
El hombre cambió el peso del cuerpo de una pierna a la otra. Ariadna no lo notó. Estaba demasiado concentrada en el hecho de que no dejara de escribir ni un momento.
-Como si eso importase- replicó él-. Nausícaa es quien decide esas cosas. Yo sólo escribo.
Ariadna, con los ojos brillantes, se enderezó de pronto, dispuesta a aferrarse a aquella frase del hombre.
-¿Y qué es lo que escribe?- pronunció cada palabra con emoción contenida, como si la respuesta fuera determinante en su vida.
-Eres muy curiosa, niña- Ariadna relajó su cuerpo, decepcionada por la respuesta-. No escribo nada que ati pueda interesarte. Cosas de aquí y allá. Sucesos.
-¿Qué clase de sucesos?-insistió ella.
-Te interesa, vaya. Qué molestia. Qué curiosa- Ariadna empezaba a sentirse incómoda-. Pues verás. Escribo todo lo que me sucede. Toda mi vida.
-Pero eso es imposible- objetó la niña-. No escribe y vive a la misma velocidad. Debe de ir muy atrasado. Además, si escribe sobre su vida entera, nunca podrá pararse a leerlo.
-Qué pesada. Qué molestia- el hombre parecía estar enfadándose ahora- Precisamente por eso quiero que te vayas ya. Para no ir atrasado, necesito que en ciertos momentos de mi vida no pase nada. Y en cuanto a leerlo, no me interesa. ¿Para qué lo iba a leer, si yo ya sé lo que cuenta? Tendrán que leerlo otros. Es de lógica.
Ariadna comprendió que era mejor no discutir.
-¿Por dónde voy ahora?- le preguntó.
-Eso depende. ¿Adónde quieres ir?
-Me da igual. A algún otro sitio.
-Entonces, no importa por dónde vayas. Llegarás a algún lugar que no sea este.
Ariadna comprendió que tenía razón.
-Gracias- le dijo-. Le deseo que tenga tiempo suficiente sin que pase nada para escribir todo lo que le ha pasado.
-De nada. Yo te deseo que llegues a algún otro sitio.
"Menuda tontería", pensó Ariadna. "Si me voy de aquí, llegaré a algún otro sitio". Y tras esto, se dirigió a la puerta naranja y pasó al otro lado. Cuál fue su sorpresa al encontrarse en una habitación totalmente igual, con un hombre exactamente igual al anterior escribiendo notas en un cuaderno.