jueves, 29 de diciembre de 2011

La traición de uno mismo

Sientes un nudo en el estómago y te pican los ojos. Sabes que pestañear sería suficiente para inundarlos, pero prefieres sentirlos insoportablemente secos antes que caer en semejante humillación. Al menos, el picor te ayuda a distraerte. Es mejor que el bombardeo de tu cabeza, eso desde luego.
La miras fijamente. Su cara es redonda, de nariz y boca pequeñas, en contraste con sus enormes ojos redondos, de niña inocente y buena. Su mirada brilla, y sus cejas parecen bailar un compás que oscila entre la sorpresa y la pena. Porque las palabras que tiene en mente, y que escupirá, son lo último que tú querrías oír.
Pero ella habla.
Y tu estúpida y fea cara se mantiene exactamente igual que antes de oírlo, porque no tienes fuerzas para acabar con la parálisis que te agarrota. Toda la fuerza la concentras en no parpadear. No parpadees. No parpadees. No parpadees.
Pero por dentro te mueres. El bombardeo anterior, de pronto, parece del volumen del zumbar de un mosquito en comparación con lo que sientes en tu cabeza ahora. Te sientes atravesado por mil cuchillos afilados, helado hasta sentir erizarse tu piel, ardiendo hasta casi poder atisbar el rojo intenso que baña tu rostro. Y caes.
Estabas en la llanura, extendiste la mano para tomar la suya, y desataste todas las fuerzas de la tierra. De pronto, sus cálidos ojos eran fríos, su amable sonrisa era cínica, su suave piel venenosa. Surgieron alas de su espalda y voló alto, lejos de ti, mientras el suelo se desmoronaba bajo tus pies y te sentías caer al vacío, observado por esa mezcla de pena y sorpresa que tú sólo podías traducir en burla.

Pero tranquilo. Volverás a levantarte. La traidora y falsa esperanza permanecerá a tu lado para siempre.

viernes, 2 de diciembre de 2011

El jardín de los niños perdidos

No era un jardín propiamente, sino un solar abandonado en el cual gatos y ratas se disputaban el territorio. Apenas sí crecía la hierba en algunos puntos aislados, y el enorme esqueleto de un árbol, por todos conocido como el Olmo de los Recuerdos, a pesar de no ser un olmo, y de que nadie recordaba su origen.
Junto árbol había un columpio hecho con un neumático, del cual nacían dos cuerdas atadas a una rama, rota a los pies de la rueda. Sobre ella, una tosca cruz de madera en recuerdo de un ser querido que había encontrado a la muerte en un juego. De él sólo quedaba la cruz, pues el tiempo y la lluvia se habían llevado el resto.
Nadie recordaba a la niña de vestido gastado y trenzas deshechas que una mañana salió de casa riendo, en dirección al solar y al columpio. Ni al niño de cara sucia y pies descalzos que, mientras ella se balanceaba, había trepado al árbol y se había sentado en la rama que sostenía el columpio.
Nadie recordaba el gemir de la rama con cada impulso de ella, ni el macabro chasquido que los hizo caer a ambos, atrapándola a ella bajo el peso del neumático, de la rama y de su amigo.
Nadie recordaba la desesperación de éste al despertar y encontrarse con aquella realidad, aquella culpa que lo ahogaba. Las lágrimas vertidas mientras ocultaba a su amiga, su huida acelerada, su retorno días después para dejar allí la torpe cruz, ni su misteriosa desaparición, junto al cuerpo de su amiga, en el fondo del río.
Unos dijeron, en su momento, que habían huido; otros, que habían sido raptados. Pero ya nadie los recordaba. Sólo el jardín de los niños perdidos quedaba como testigo y recuerdo.

lunes, 17 de octubre de 2011

Érase una vez...

Érase una vez un mundo. Y no hablo de un mundo cualquiera. Tampoco de un mundo físico. Hablo de un mundo cuyos límites están marcados por la imaginación. En este mundo, nada y todo son lo mismo, y el amor y el odio viven juntos. Los animales y las cosas hablan, los sonidos son increíblemente bellos y hay colores que jamás se han visto en ningún otro lugar. En este mundo, los muertos dan señales de vida y los vivos, a menudo, parecen estar muertos. En la costa, una sirena tararea una cancioncilla que volvería loco a cualquier hombre, mientras un dragón adorna el cielo nocturno con juegos ardientes. Y, sin embargo, también hay espacio de sobra para cosas que existen también en nuestro mundo físico. En este mundo hay un amplio espacio para acontecimientos tales como la Segunda Guerra Mundial, y uno puede dar la vuelta a la Tierra. Pero, para esos exploradores a los que les gusta ir más allá, hay tantos otros mundos por descubrir. Mundos paralelos al nuestro, mundos muy parecidos y también mundos completamente ajenos. En este mundo, todo está del revés y del derecho. Las risas se confunden con las lágrimas, y los sueños se vuelven tan sólidos que parece que si alzas una mano podrás palparlos. Los habitantes de este mundo son, en todos los aspectos, de lo más variado. Altos, bajos, gordos, flacos, con ojos verdes, con ojos azules, sin ojos, con un ojo, con dos, con tres, pelo verde, naranja, amarillo, rosa, pero.... ¿Para qué enumerarlos? Son infinitos. También es infinito el propio mundo. Y por ese infinito se extienden las geografías más comunes y extraordinarias que uno pueda sugerir. Los creadores de este mundo han nacido y han muerto, aunque algunos no han nacido ni muerto aún. Los llaman escritores, cuentacuentos, inventores de historias, narradores o, sencillamente, gente con imaginación. Los estudiosos de este mundo son, en su mayoría, lectores. Tú mismo eres uno de ellos en este momento. Pero los que lo son y serán por siempre son aquellos para los que los seres que conozcan estudiando ese mundo significan algo. Pueden quererlos, odiarlos, amarlos, entenderlos, enfadarse con ellos, escucharlos, defenderlos, razonar sus ideas, estar de acuerdo con ellos... En definitiva, son las personas capaces de tratarlos como alguien más de su entorno físico. Son las personas que aman pasar parte de su tiempo (cuanto más, mejor) junto a ellos. Todo lo que uno necesita para saber qué es ser un verdadero lector es aprender a sentir la emoción de cada nuevo libro que cae en sus manos, de cada nueva historia por descubrir. Y, aún más hermoso, es ser capaz de sentir lo mismo cada vez, de redescubrir una historia ya conocida. Porque no hay compañero más fiel y ameno que un libro.

viernes, 23 de septiembre de 2011

Espía

Sentada en su silla, frente a una mesa con tabla de cristal, en el interior de una cafetería, observa el bullicio de la avenida a través del escaparate. En la calidez de su posición, con una taza humeante frente a ella, revuelve desinteresada el chocolate mientras estudia su entorno. Le gusta seguir a la gente, e imaginarse sus vidas e historias, alguien que ve sin ser visto.
En la calle, la lluvia ha parado hace escasos minutos, y hombres serios de gabardina marrón, gris o negra, con zapatos de piel brillantes se cruzan unos con otros, sin prestar atención. Se ve salir de sus bocas, la mayoría ocultas tras bufandas incoloras, un vapor claro que delata el frío cortante del aire. Las mujeres, con paraguas, fruncen los labios, maldiciendo el tiempo que estropea sus peinados. Llevan faldas, abrigos, guantes y gorros que se mantienen en su sitio por algún milagro incomprensible.
Sentada en su silla, dirige la vista a la taza, que le devuelve su reflejo y le calienta la cara con su pequeño hilo humeante. Sopla, y por un momento el reflejo se difumina, para volver a aparecer en unos instantes. Cavila, gira la taza, se lo piensa antes de cogerla, y finalmente la deja en el plato sin llevársela a los labios. Y de nuevo mira la calle.
Los coches rugen, corren, paran, se impacientan y pitan. Vuelve a llover. Los parabrisas se agitan furiosos, el humo asciende de cada coche y es iluminado por los faros del coche siguiente, pues la luz de la mañana es demasiado escasa para conducir.
Sentada en su silla, toma finalmente la taza para beber. Aún no ha terminado cuando un escalofrío recorre su espalda. De nuevo abandona la visión del exterior para estudiar la cafetería. Tras un periódico, unos ojos oscuros y brillantes la observan desde hace un rato. Un ligero mohín de disgusto atraviesa su rostro como un relámpago, para luego volver a su seria expresión habitual. Con gestos naturales, aunque algo apurados, termina su chocolate, se pone el abrigo y abandona el lugar, dejando a su espía particular para unirse a los viandantes, como una más en la ciudad abarrotada.

miércoles, 27 de julio de 2011

Rococó

Chirría el columpio en mitad del jardín, en el que juegan sombras de tono verde oscuro. Los lazos vuelan, las faldas bailan, las piernas patalean. La niña que se balancea canta, sonríe, pestañea. El sol hiere sus ojos claros con el movimiento que viene y va, y la niña lo siente en caricias fugaces. La música de los árboles, de viento y de pájaros, murmura en el entorno. Y desde el punto álgido, la niña salta del columpio y rueda, y corre ligera como el aire. Y se desvanece entre las hojas. Atrás queda un zapato bajo el columpio, que chirría en mitad del jardín, en el que juegan sombras de tono verde oscuro. Y el verde oscuro se vuelve negro. Y el sueño acaba con dos ojos somnolientos, que se abren lentamente en medio de la nada.

viernes, 24 de junio de 2011

Desvanecido

Una risa teñida de locura escapa de su garganta sin que pueda evitarlo. No desencaja del todo con el entorno, pues la oscuridad bailante también sugiere demencia. La voz, el timbre, el volumen, las sombras danzarinas, todo el conjunto expresa una falta de cordura, un delirio de histeria y música, un sonido surgido sin que nadie consiga acallarlo. Un adiós desesperado e irracional.
El ruido de unos cristales rotos, una botella rompiéndose contra un escalón, y un cambio brusco en la tonada sin sentido, un lamento desgarrador, desde lo más profundo, una soledad chirriante y dolorosa que muerde, un escozor en lo más escondido del alma, un escalofrío interno.
“Vuelve. Quédate conmigo”.
Pero si algo no se manifiesta, si algo queda atrapado en lo más hondo de la garganta, son esas precisas palabras. Olor a alcohol y a desgracia, sudor frío y pegajoso, mezclado con lágrimas desesperadas que salen desde lo más profundo de su ser.
Y a pesar de todo, la respuesta sigue siendo un agobiante silencio, un silencio espeso, fingido, atento. Ni un gato en el callejón, ni un murciélago surcando la noche. Sólo un silencio cruel y martilleante, quizá hasta rítmico, para contestar a la expresión de la tristeza más pura, de la rabia más oprimente, de la soledad más tangible.
Un sentimiento clavándose en el pecho con más profundidad que la vulgar navaja que lo representa, un utensilio viejo, sucio y oxidado que pretende acabar con la existencia del terror más absoluto, del anonimato de un ser sin pasado ni futuro, sólo con un presente horrorizado ante la idea de sí mismo. Un presente que muere, agoniza, respirando con dificultad, clavando una navaja y un sentimiento sin nombre en lo más profundo del corazón y del alma, ansiando morir, agonizar, dejar de respirar. Hasta que, lentamente, entumecido, acurrucado, expulsando la sangre y la ruina del breve instante de su ser, apenas un fardo minúsculo, el último hálito de vida desaparece.

Up to the sky

A veces quiero saltar al vacío. Situarme en un lugar alto, con el viento en mi contra, cerrar los ojos y poner los brazos en cruz. Saltar al vacío, y remontar el vuelo hacia las nubes, con los ojos llorosos por la velocidad y unas alas que me suban hacia el cielo sin esfuerzo. Creo que tiene que ver con los sueños. La sensación de caer por un precipicio, esa subida repentina de adrenalina que frena en seco cuando te das cuenta de que no estás cayendo de verdad. La calma repentina al entender que no va a doler, fuertemente abrazada a la decepción de no estar “volando” de verdad.
A Dalia no le gusta la idea de volar. Tiene miedo. Es culpa mía, supongo. Creo que nunca llegó a superar que saltara del tejado. Una parte de nosotros murió con aquella patética caída, aplastada bajo el peso de mi cuerpo. No volvió a mirarme con los mismos ojos, con la adoración y la ternura propias de una niña, con esos ojazos enormes y verdes, llenos de inocencia y credulidad. Daban ganas de abrazarla muy fuerte, cogerla y decirle que no importaba que ella lo ignorara todo, pues en eso consistía la felicidad.
A partir de aquel día, sin embargo, algo cambió en esa mirada. El brillo de inocencia se apagó, sustituído por uno de desconfianza, que fue derivando en simple prudencia. No voy a recuperarla nunca. Pero valió la pena comprobar que podía saltar desde el tejado, aunque me costara unos cuantos huesos rotos y perder su mirada. Significa que aún tengo el valor de intentar echar a volar. Esa parte de mí no murió en la caída. Se alimentó de aquel fracaso, un fracaso que algún día se convertirá en un logro.
Mientras tanto, esperaré, imaginando que Dalia sigue siendo la misma, que todavía busca un hueco entre mis brazos con la seguridad de que estaremos juntos para siempre, que nunca me tuvo miedo ni creyó que no debía estar con ella. Esperaré imaginándolo todo, fingiendo que todo es perfecto y que nunca dejará de serlo. Y algún día volveré a subir al tejado, volveré a retarla a imitarme, volveré a intentar convencerla de que hay mucho más que hacer, de que venga conmigo. Volveré a fracasar, a hacerla llorar, a sentirme culpable. Pero esa vez no me quedaré para fingir por más tiempo. Esa vez me saldrán alas y volaré lejos, adonde nadie pueda verme, al cielo, a las nubes, al sol.

jueves, 2 de junio de 2011

Espinas

-¿Qué sentido tiene no querer estar solo?
-No lo sé. Algún sentido tendrá. Puede que... Tal vez sea que cuando hay alguien contigo es más difícil tener miedo.
-Tal vez.
Me mira fijamente, con el brillo bailarín de sus ojos azulados clavado en mí como una espina. No sé por qué pregunto. Ni siquiera preguntar tiene sentido. Pero ahora ya es tarde para lamentarse. No va a dejar la conversación así.
-¿Tú no tienes miedo cuando estás solo?
Sí, claro que lo tengo. Asiento para que lo sepa. ¿Hay alguien que no tenga miedo?
-¿De qué tienes miedo?
Sus preguntas son incómodas. Pero no puedo volver atrás. Ojalá se pudiera volver atrás siempre que se quisiera. Todo sería mucho más fácil. Le respondo:
-Al dolor... Y también a la muerte.
Sonríe. Sé lo que está pensando. Cree que intento ser profunda, o que soy una miedica. Pero seguro que también tiene miedo a veces. Vaya una conversación estúpida. No tiene ningún interés, y encima parezco una cría. La espina sigue clavándoseme dentro. Las palabras salen solas.
-El problema es que no hay solución posible para mí. Vivir duele demasiado.

jueves, 12 de mayo de 2011

Hero/Heroine

Se levantó de golpe, inquieto, como siempre. Buscó en sus bolsillos el pequeño y antiguo reloj que había heredado a través de una lista de parientes imposible de enumerar con los dedos. Qué poco faltaba para que acabara todo. No podía quedarse inmóvil. Sentía la necesidad imperiosa de correr, saltar, incluso habría echado a volar si le hubiera sido posible. El segundero del reloj, ajeno a todo, avanzaba sin prisa ni pausa, con su apenas audible mecanismo clavándosele en el cerebro. Y entonces no aguantó más. Empujó la puerta, una y otra vez, hasta que consiguió, contra todo pronóstico, abrirla. Y entonces echó a correr.
Corría sin parar a través del pasillo blanco e impersonal del edificio. Bajó las escaleras sin detenerse siquiera a respirar, chocándose un par de veces, ya con las paredes al girar, ya con algún vecino que subía tranquilamente su compra, sin poder imaginar que un chico de unos quince años se le venía encima. No se molestó en pedir perdón, ni en asegurarse de que el hombre estaba bien. Se limitó a seguir bajando, sin detenerse. Aunque no podía oírlo, aún sentía el mecanismo del reloj en las sienes. O tal vez no era más que su pulso acelerado. Salió del edificio como una exhalación.
El aire frío de la calle lo golpeó como una bofetada, una bofetada que hasta podría considerarse agradable en el estado de fatiga en que se hallaba. No entendía cómo podía estar ya tan cansado. Siguió corriendo, sin pararse, sin descanso. Corrió y corrió hasta sentir que las piernas ya no le respondían, que no eran más que un peso muerto, que se negaban a reaccionar. Y entonces, con un último esfuerzo sobrehumano, saltó hacia arriba. No supo por qué, ni para qué. Pero lo hizo. Y lo más curioso fue que no volvió a bajar a tierra inmediatamente.
De pronto, su cuerpo se volvió increíblemente ligero, como si alguien lo estuviera sosteniendo. Solo que en este caso, ese alguien era el aire. Volaba. Volaba por encima de las calles abarrotadas, por encima de la ciudad de edificios picudos, feos, como palillos colocados sin ton ni son en un espacio al que no correspondían. Voló por encima de los coches, de los autobuses, que a cada instante parecían más y más diminutos, como si fueran a desaparecer en puntitos invisibles de un momento a otro. Hileras de puntitos invisibles que recorrían aquella ciudad claustrofóbica, aquella ciudad horrible que ahogaba a sus habitantes.
No quería volver a bajar. Ese pensamiento cruzó su mente como un rayo, una y otra vez, durante minutos interminables. Y entonces, de pronto, sintió vergüenza de lo que pensaba. Había alguien ahí abajo. Alguien que no podía subir allí arriba, con él. Alguien que no había sentido aquella necesidad imperiosa de echar a volar, ni que un instante después se había dado cuenta de que lo había conseguido. Ahora solo había que resolver un último problema. Cómo podía él, que estaba tan arriba, bajar de nuevo para volver a su lado.
Intentó bajar suavemente, de una forma tan ligera como había subido. Pero si bajaba, su cuerpo volvía a ser pesado, sólido. Y no podía frenarlo. Su último pensamiento antes de caer al vacío fue para ella, para su niña, su pequeña niña de apenas cinco años. Su último deseo, un deseo encendido, fue que ella fuera capaz de mantenerse arriba si algún día conseguía volar. Y con ese deseo y ese pensamiento, se precipitó de nuevo a tierra.

sábado, 16 de abril de 2011

Vacío

Érase una vez un niño vacío. Nació vacío, creció vacío, y un día se fue de casa sin mostrar más que su única expresión, una expresión vacía. Se puso a trabajar, sin dejar ni una sola huella que lo idenificase, porque seguía estando vacío. Un día conoció a alguien especial. Era alguien que lo amaba, alguien que sentía que ese vacío suyo tenía un hueco en su corazón lleno. Pero él no podía corresponderle, porque estaba vacío. Así que lo hizo sufrir un tiempo y luego lo dejó escapar, sin la menor expresión en su rostro vacío. Envejeció pues solo, en esa especie de burbuja de vacío en la que llevaba metido toda su vida. Y su cuerpo murió por fin, también solo, yendo a reunirse con su alma, que llevaba muerta desde antes de su nacimiento.

sábado, 9 de abril de 2011

Based on true events

-Y... ¿cuánto tiempo dices que llevas aquí?
-Pues no lo sé. Mucho tiempo, unos cuantos años. Ya he perdido la cuenta.
-¿Y te acuerdas de todos los que te han enseñado?
-No. A algunos no los reconozco ni cuando los veo. Y es vergonzoso, porque ellos sí me recuerdan, y me hablan, y yo debo fingir que sé quiénes son. Sólo por respeto.
-Pero de otros te acuerdas...
-Sí, de otros sí. O, a veces, no los recuerdo a ellos, pero sí vivencias que tuve con ellos. Por ejemplo, hay una chica que me enseñó cuando tenía... Pues debía tener unos ocho años, más o menos. No sé, no me acuerdo exactamente. En cualquier caso, un día cuadró que ella estaba desanimada o deprimida, y a mí no me apetecía prestarle atención. Así que no lo hice. Y ella me riñó, me dijo que no podía hacer eso y que por qué no le hacía caso. A mí, desde pequeña, me han enseñado que esa clase de preguntas son retóricas, que cuando te las hacen debes quedarte callado y poner cara de sumisión, en lugar de contestarlas como cualquier otra clase de pregunta. Pues bien, parece ser que ella no lo veía así. Insistió varias veces en la pregunta, y como yo no contestaba, se echó a llorar. Y yo, que no lo entendía, me quedé mirándola con indiferencia, porque, ¿qué había hecho yo para que llorara? Únicamente había puesto cara de sumisión y arrepentimiento ante una pregunta retórica, ¿qué tenía eso de malo?
>>Después, al salir de la habitación, fuimos a otra sala a tomar algo, porque era el último día del curso y siempre hacemos eso el último día del curso. Y unos chicos mayores que yo, que estaban en mi misma clase, me vinieron a reñir. "Ya te vale", me dijeron, "has hecho llorar a la profesora".
>>Y me sentí muy mal, porque no lo entendía, porque yo no había hecho nada, sólamente no le había prestado atención, sólamente no había contestado a su pregunta retórica, que tal vez no era retórica.
-No creo que fuera culpa tuya, sencillamente esa chica debía tener un mal día.
-Eso mismo pienso yo ahora, pero en aquel momento me sentí un monstruo, el ser más horrible del mundo, porque había hecho llorar a nada menos que un adulto, una de esas personas distantes que jamás dejan caer una lágrima. Porque así veía yo a los adultos, eran seres superiores, no lloraban nunca. Por eso había algo que no cuadraba.
>>El caso es que fingí que me daba igual lo que me habían dicho aquellos chicos, y me fui a un rincón solitario a comer gusanitos, que es lo que hacía siempre. Hacía unas semanas me habían enseñado a hacer letras con los gusanitos, así que para disculparme, hice una A, la inicial del nombre de la profesora, y se la regalé. Dudo mucho que entendiera el gesto, pero lo hice con toda mi buena intención. No dije ni una palabra, sólo le tendí la A hecha de gusanitos y me fui antes de que abriera la boca. No quería hablar con ella, ni disculparme ni que se disculpara, sólo quería sentir que no pasaba nada, que no lloraba por mi silencio, que yo no tenía la culpa de que se sintiera mal.
-Vaya, debió de ser una experiencia extraña.
-Lo fue. Pero a lo que quería llegar, no recuerdo a esa chica.
-¿Cómo que no?
-No, no la recuerdo. No recuerdo ningún otro día de clase con ella, no recuerdo su cara, no recuerdo a los chicos que me dijeron que todo era por mi culpa y no recuerdo su nombre. Sólo recuerdo esa anécdota, y recuerdo que su nombre empezaba por A gracias a los gusanitos. Sé que era su inicial. Pero no se si se llamaba Anne, Alice... Simplemente no me acuerdo.
-Qué curioso. Pero bueno, a veces las personas no son lo importante. Lo importante son las vivencias que te hacen recordar esos pequeños detalles. La situación. Los gusanitos. Su inicial.

miércoles, 23 de marzo de 2011

Ella

Ella es sencillamente preciosa. No parece ser más que una pobre víctima indefensa del mundo, pero en el fondo es alguien tan increíble que probablemente sea imposible acabar con ella. Se deja llevar por lo que viene y lo que va, sin importar lo que eso signifique, y durante todo el tiempo conserva esa expresión tranquila en el rostro, que parece querer decir que, pese a todo, aún le falta algo.
Ella es simplemente especial. La miro, y sólo puedo ver esos ojos brillantes, que me devuelven la mirada con curiosidad, con seguridad, tal vez incluso (aunque creo que jamás podré estar completamente segura de ello) con cariño. Es el único ser que conozco capaz de conseguir prácticamente todo lo que me pide con sólo decirlo. Esa es probablemente su arma más poderosa. El poder de convicción.
Ella es increíblemente extraña. Y con todo, aunque sepa que nunca podré llegar a comprenderla totalmente, la busco, la persigo, la llamo a gritos. Probablemente por el mero hecho de que no saber si ella me aprecia o no, y estar convencida de que no voy a saberlo nunca, me hace sentirme segura. Nunca podrá decirme que no. Ella nunca podrá borrar mis ilusiones.

sábado, 15 de enero de 2011

¿Qué es esto?

Es el principio del fin y el fin del principio. Es la mentira y la verdad, la oscuridad y la luz, la vida y la muerte. Es querer sin ser querido, y también es ser querido sin querer. Es una risa cristalina ante la sabiduría absoluta y un alarido desesperado ante la completa confusión. Es ser un león enjaulado que surca libre los cielos como un águila real. Es un mundo del derecho y del revés. Es una imagen macabra y un agradable escalofrío. Abre la muralla, cierra la muralla. Es un pasillo sombrío que recorres descalzo, pisando cristales rotos, con los pies ensangrentados. Una carrera, un sinsentido. La Corte de los Milagros y Humpty-Dumpty. No te esfuerces en intentar alcanzar una meta. No hay una meta. No una de verdad. Te eliminarán a mitad de camino, no importa lo que intentes. Dejarás atrás dolor y abandono, y luego serás lanzado al pozo sin fondo del olvido. Esa será tu meta. Disfruta de las heridas que te provocan esos cristales. Son la parte más importante.