jueves, 12 de mayo de 2011

Hero/Heroine

Se levantó de golpe, inquieto, como siempre. Buscó en sus bolsillos el pequeño y antiguo reloj que había heredado a través de una lista de parientes imposible de enumerar con los dedos. Qué poco faltaba para que acabara todo. No podía quedarse inmóvil. Sentía la necesidad imperiosa de correr, saltar, incluso habría echado a volar si le hubiera sido posible. El segundero del reloj, ajeno a todo, avanzaba sin prisa ni pausa, con su apenas audible mecanismo clavándosele en el cerebro. Y entonces no aguantó más. Empujó la puerta, una y otra vez, hasta que consiguió, contra todo pronóstico, abrirla. Y entonces echó a correr.
Corría sin parar a través del pasillo blanco e impersonal del edificio. Bajó las escaleras sin detenerse siquiera a respirar, chocándose un par de veces, ya con las paredes al girar, ya con algún vecino que subía tranquilamente su compra, sin poder imaginar que un chico de unos quince años se le venía encima. No se molestó en pedir perdón, ni en asegurarse de que el hombre estaba bien. Se limitó a seguir bajando, sin detenerse. Aunque no podía oírlo, aún sentía el mecanismo del reloj en las sienes. O tal vez no era más que su pulso acelerado. Salió del edificio como una exhalación.
El aire frío de la calle lo golpeó como una bofetada, una bofetada que hasta podría considerarse agradable en el estado de fatiga en que se hallaba. No entendía cómo podía estar ya tan cansado. Siguió corriendo, sin pararse, sin descanso. Corrió y corrió hasta sentir que las piernas ya no le respondían, que no eran más que un peso muerto, que se negaban a reaccionar. Y entonces, con un último esfuerzo sobrehumano, saltó hacia arriba. No supo por qué, ni para qué. Pero lo hizo. Y lo más curioso fue que no volvió a bajar a tierra inmediatamente.
De pronto, su cuerpo se volvió increíblemente ligero, como si alguien lo estuviera sosteniendo. Solo que en este caso, ese alguien era el aire. Volaba. Volaba por encima de las calles abarrotadas, por encima de la ciudad de edificios picudos, feos, como palillos colocados sin ton ni son en un espacio al que no correspondían. Voló por encima de los coches, de los autobuses, que a cada instante parecían más y más diminutos, como si fueran a desaparecer en puntitos invisibles de un momento a otro. Hileras de puntitos invisibles que recorrían aquella ciudad claustrofóbica, aquella ciudad horrible que ahogaba a sus habitantes.
No quería volver a bajar. Ese pensamiento cruzó su mente como un rayo, una y otra vez, durante minutos interminables. Y entonces, de pronto, sintió vergüenza de lo que pensaba. Había alguien ahí abajo. Alguien que no podía subir allí arriba, con él. Alguien que no había sentido aquella necesidad imperiosa de echar a volar, ni que un instante después se había dado cuenta de que lo había conseguido. Ahora solo había que resolver un último problema. Cómo podía él, que estaba tan arriba, bajar de nuevo para volver a su lado.
Intentó bajar suavemente, de una forma tan ligera como había subido. Pero si bajaba, su cuerpo volvía a ser pesado, sólido. Y no podía frenarlo. Su último pensamiento antes de caer al vacío fue para ella, para su niña, su pequeña niña de apenas cinco años. Su último deseo, un deseo encendido, fue que ella fuera capaz de mantenerse arriba si algún día conseguía volar. Y con ese deseo y ese pensamiento, se precipitó de nuevo a tierra.