viernes, 24 de junio de 2011

Desvanecido

Una risa teñida de locura escapa de su garganta sin que pueda evitarlo. No desencaja del todo con el entorno, pues la oscuridad bailante también sugiere demencia. La voz, el timbre, el volumen, las sombras danzarinas, todo el conjunto expresa una falta de cordura, un delirio de histeria y música, un sonido surgido sin que nadie consiga acallarlo. Un adiós desesperado e irracional.
El ruido de unos cristales rotos, una botella rompiéndose contra un escalón, y un cambio brusco en la tonada sin sentido, un lamento desgarrador, desde lo más profundo, una soledad chirriante y dolorosa que muerde, un escozor en lo más escondido del alma, un escalofrío interno.
“Vuelve. Quédate conmigo”.
Pero si algo no se manifiesta, si algo queda atrapado en lo más hondo de la garganta, son esas precisas palabras. Olor a alcohol y a desgracia, sudor frío y pegajoso, mezclado con lágrimas desesperadas que salen desde lo más profundo de su ser.
Y a pesar de todo, la respuesta sigue siendo un agobiante silencio, un silencio espeso, fingido, atento. Ni un gato en el callejón, ni un murciélago surcando la noche. Sólo un silencio cruel y martilleante, quizá hasta rítmico, para contestar a la expresión de la tristeza más pura, de la rabia más oprimente, de la soledad más tangible.
Un sentimiento clavándose en el pecho con más profundidad que la vulgar navaja que lo representa, un utensilio viejo, sucio y oxidado que pretende acabar con la existencia del terror más absoluto, del anonimato de un ser sin pasado ni futuro, sólo con un presente horrorizado ante la idea de sí mismo. Un presente que muere, agoniza, respirando con dificultad, clavando una navaja y un sentimiento sin nombre en lo más profundo del corazón y del alma, ansiando morir, agonizar, dejar de respirar. Hasta que, lentamente, entumecido, acurrucado, expulsando la sangre y la ruina del breve instante de su ser, apenas un fardo minúsculo, el último hálito de vida desaparece.

Up to the sky

A veces quiero saltar al vacío. Situarme en un lugar alto, con el viento en mi contra, cerrar los ojos y poner los brazos en cruz. Saltar al vacío, y remontar el vuelo hacia las nubes, con los ojos llorosos por la velocidad y unas alas que me suban hacia el cielo sin esfuerzo. Creo que tiene que ver con los sueños. La sensación de caer por un precipicio, esa subida repentina de adrenalina que frena en seco cuando te das cuenta de que no estás cayendo de verdad. La calma repentina al entender que no va a doler, fuertemente abrazada a la decepción de no estar “volando” de verdad.
A Dalia no le gusta la idea de volar. Tiene miedo. Es culpa mía, supongo. Creo que nunca llegó a superar que saltara del tejado. Una parte de nosotros murió con aquella patética caída, aplastada bajo el peso de mi cuerpo. No volvió a mirarme con los mismos ojos, con la adoración y la ternura propias de una niña, con esos ojazos enormes y verdes, llenos de inocencia y credulidad. Daban ganas de abrazarla muy fuerte, cogerla y decirle que no importaba que ella lo ignorara todo, pues en eso consistía la felicidad.
A partir de aquel día, sin embargo, algo cambió en esa mirada. El brillo de inocencia se apagó, sustituído por uno de desconfianza, que fue derivando en simple prudencia. No voy a recuperarla nunca. Pero valió la pena comprobar que podía saltar desde el tejado, aunque me costara unos cuantos huesos rotos y perder su mirada. Significa que aún tengo el valor de intentar echar a volar. Esa parte de mí no murió en la caída. Se alimentó de aquel fracaso, un fracaso que algún día se convertirá en un logro.
Mientras tanto, esperaré, imaginando que Dalia sigue siendo la misma, que todavía busca un hueco entre mis brazos con la seguridad de que estaremos juntos para siempre, que nunca me tuvo miedo ni creyó que no debía estar con ella. Esperaré imaginándolo todo, fingiendo que todo es perfecto y que nunca dejará de serlo. Y algún día volveré a subir al tejado, volveré a retarla a imitarme, volveré a intentar convencerla de que hay mucho más que hacer, de que venga conmigo. Volveré a fracasar, a hacerla llorar, a sentirme culpable. Pero esa vez no me quedaré para fingir por más tiempo. Esa vez me saldrán alas y volaré lejos, adonde nadie pueda verme, al cielo, a las nubes, al sol.

jueves, 2 de junio de 2011

Espinas

-¿Qué sentido tiene no querer estar solo?
-No lo sé. Algún sentido tendrá. Puede que... Tal vez sea que cuando hay alguien contigo es más difícil tener miedo.
-Tal vez.
Me mira fijamente, con el brillo bailarín de sus ojos azulados clavado en mí como una espina. No sé por qué pregunto. Ni siquiera preguntar tiene sentido. Pero ahora ya es tarde para lamentarse. No va a dejar la conversación así.
-¿Tú no tienes miedo cuando estás solo?
Sí, claro que lo tengo. Asiento para que lo sepa. ¿Hay alguien que no tenga miedo?
-¿De qué tienes miedo?
Sus preguntas son incómodas. Pero no puedo volver atrás. Ojalá se pudiera volver atrás siempre que se quisiera. Todo sería mucho más fácil. Le respondo:
-Al dolor... Y también a la muerte.
Sonríe. Sé lo que está pensando. Cree que intento ser profunda, o que soy una miedica. Pero seguro que también tiene miedo a veces. Vaya una conversación estúpida. No tiene ningún interés, y encima parezco una cría. La espina sigue clavándoseme dentro. Las palabras salen solas.
-El problema es que no hay solución posible para mí. Vivir duele demasiado.