jueves, 29 de diciembre de 2011

La traición de uno mismo

Sientes un nudo en el estómago y te pican los ojos. Sabes que pestañear sería suficiente para inundarlos, pero prefieres sentirlos insoportablemente secos antes que caer en semejante humillación. Al menos, el picor te ayuda a distraerte. Es mejor que el bombardeo de tu cabeza, eso desde luego.
La miras fijamente. Su cara es redonda, de nariz y boca pequeñas, en contraste con sus enormes ojos redondos, de niña inocente y buena. Su mirada brilla, y sus cejas parecen bailar un compás que oscila entre la sorpresa y la pena. Porque las palabras que tiene en mente, y que escupirá, son lo último que tú querrías oír.
Pero ella habla.
Y tu estúpida y fea cara se mantiene exactamente igual que antes de oírlo, porque no tienes fuerzas para acabar con la parálisis que te agarrota. Toda la fuerza la concentras en no parpadear. No parpadees. No parpadees. No parpadees.
Pero por dentro te mueres. El bombardeo anterior, de pronto, parece del volumen del zumbar de un mosquito en comparación con lo que sientes en tu cabeza ahora. Te sientes atravesado por mil cuchillos afilados, helado hasta sentir erizarse tu piel, ardiendo hasta casi poder atisbar el rojo intenso que baña tu rostro. Y caes.
Estabas en la llanura, extendiste la mano para tomar la suya, y desataste todas las fuerzas de la tierra. De pronto, sus cálidos ojos eran fríos, su amable sonrisa era cínica, su suave piel venenosa. Surgieron alas de su espalda y voló alto, lejos de ti, mientras el suelo se desmoronaba bajo tus pies y te sentías caer al vacío, observado por esa mezcla de pena y sorpresa que tú sólo podías traducir en burla.

Pero tranquilo. Volverás a levantarte. La traidora y falsa esperanza permanecerá a tu lado para siempre.

viernes, 2 de diciembre de 2011

El jardín de los niños perdidos

No era un jardín propiamente, sino un solar abandonado en el cual gatos y ratas se disputaban el territorio. Apenas sí crecía la hierba en algunos puntos aislados, y el enorme esqueleto de un árbol, por todos conocido como el Olmo de los Recuerdos, a pesar de no ser un olmo, y de que nadie recordaba su origen.
Junto árbol había un columpio hecho con un neumático, del cual nacían dos cuerdas atadas a una rama, rota a los pies de la rueda. Sobre ella, una tosca cruz de madera en recuerdo de un ser querido que había encontrado a la muerte en un juego. De él sólo quedaba la cruz, pues el tiempo y la lluvia se habían llevado el resto.
Nadie recordaba a la niña de vestido gastado y trenzas deshechas que una mañana salió de casa riendo, en dirección al solar y al columpio. Ni al niño de cara sucia y pies descalzos que, mientras ella se balanceaba, había trepado al árbol y se había sentado en la rama que sostenía el columpio.
Nadie recordaba el gemir de la rama con cada impulso de ella, ni el macabro chasquido que los hizo caer a ambos, atrapándola a ella bajo el peso del neumático, de la rama y de su amigo.
Nadie recordaba la desesperación de éste al despertar y encontrarse con aquella realidad, aquella culpa que lo ahogaba. Las lágrimas vertidas mientras ocultaba a su amiga, su huida acelerada, su retorno días después para dejar allí la torpe cruz, ni su misteriosa desaparición, junto al cuerpo de su amiga, en el fondo del río.
Unos dijeron, en su momento, que habían huido; otros, que habían sido raptados. Pero ya nadie los recordaba. Sólo el jardín de los niños perdidos quedaba como testigo y recuerdo.