viernes, 2 de marzo de 2012

Tras los escombros

Y se limpió de todo. Se vació los oídos, los ojos, la boca y la lengua. Se deshizo de su cabeza y deshizo su corazón. Y cuando ya no le quedaba nada dentro, siquiera la comprensión o el recuerdo del por qué de sus acciones, se quedó quieto, inerte, como muerto, sin que nada pudiera hacerlo reaccionar.
Pero no estaba muerto. Como un brote en un terreno quemado, asomó tímidamente un sentimiento en su interior: miedo. Lentamente pero con decisión, el brote comenzó a crecer, a desarrollarse, y para protegerlo, construyó un muro a su alrededor. Aislándolo. Y allí permaneció él, muy quieto, sintiendo ese miedo que lo rodeaba, sin saber el por qué de aquel muro de espinas que lo mantenía paralizado. El por qué del miedo.
Entonces, como muere una enredadera, secándose y cayéndose sus hojas y volviéndose rígido y quebradizo su tallo, el muro comenzó a desmoronarse. Y el miedo se tornó en tristeza, en deseo. En anhelo. Y con cierta inquietud, vacilando, recogió las hojas secas y los tallos quebrados. Y prendió fuego a las ruinas del muro, guardando en una cajita las cenizas como una advertencia. Para no olvidarse.
Y cuando al amanecer el sol le acarició las mejillas, envolviéndolo en un cariñoso abrazo, decidió salir a sonreír al mundo. Comenzaba un nuevo ciclo.